Debes saberlo todo, Isaak Bábel





Los sábados siempre volvía tarde a casa, después de mis seis clases en la escuela. Caminar por la calle nunca me parecía una pérdida de tiempo. Era una buena excusa para dejar correr la imaginación, y todo me resultaba familiar y agradable. Conocía los rótulos, las fachadas de las casas, los escaparates de las tiendas. Lo conocía de una manera propia y especial, y estaba convencido de que veía en ellos lo que realmente importaba, ese algo misterioso que los adultos llamamos «la esencia de las cosas». Todo aquello estaba firmemente grabado en mi memoria. Si alguien mencionaba alguna de las tiendas, podía imaginar inmediatamente el rótulo del establecimiento, con sus letras doradas y el rasguño en el ángulo izquierdo, la cajera con su alto peinado y el aura que envolvía el lugar, distinto del aura de cualquier otra tienda. Y con aquellas tiendas, aquellas personas, aquellos ambientes y carteles de teatro reconstruí mi ciudad natal de Odesa. La recuerdo, la siento y la amo hasta el día de hoy. La conozco como se conoce la fragancia de la piel materna, el sabor de las palabras del amor, de las sonrisas. La amo porque en ella crecí, en ella pasé días felices, días tristes, en ella forjé mis sueños, sueños fervientes que no volverán.

 

Siempre paseaba por la calle principal, que era la más concurrida. El sábado al que voy a referirme pertenece al comienzo de una primavera. En aquella época del año no teníamos ese aire suave y liviano que en la Rusia central resulta tan delicioso sobre un río tranquilo o un apacible valle. Había en el aire un ligero frío bruñido, un atisbo de pasión con un filo helado. Yo era entonces apenas un niño, y no sabía nada de nada, pero, rebosante y con las mejillas encendidas, la primavera me afectaba de todos modos. Siempre me demoraba en el camino a casa al volver de la escuela. Examinaba cada joya en el escaparate de la joyería y leía los carteles de los teatros desde el principio al fin. Una vez me quedé mirando los corsés color rosa pálido con rizadas ligas en el escaparate de Madame Rosalie, y cuando me disponía a seguir mi camino tropecé con un estudiante alto de grandes bigotes negros. Una sonrisa maliciosa le desbordaba el rostro. «Se te van los ojos, ¿eh?», dijo. Yo me sonrojé. Me dio una palmada en la espalda con aire de resabido y dijo condescendientemente: «Sigue así, muchacho. ¡Bravo! ¡Mis mejores deseos!». Soltó una risotada, dio media vuelta y se alejó. Yo me quedé muy turbado y me fui derecho a casa. Nunca más me detuve a mirar el escaparate de Madame Rosalie.

 

Ese sábado en particular debía quedarme en casa con mi abuela. Ella tenía su propia habitación al otro extremo del apartamento, detrás de la cocina. En un rincón había una estufa; la abuela tenía frío a todas horas. Hacía siempre un calor agobiante en aquella habitación, y me sentía tan desdichado en ella que quería salir corriendo. Aquel día llevé todos mis utensilios —libros, atril de música y violín— al cuarto. La mesa ya estaba puesta para mí. Mientras yo comía, la abuela permaneció sentada en su rincón. Ninguno de los dos dijimos una sola palabra. La puerta estaba cerrada, no había nadie más en la habitación. Para cenar tenía pescado relleno con rábano picante —un plato por el que valdría la pena convertirse al judaísmo—, una sopa espesa y sabrosa, carne asada con cebollas, lechuga, macedonia de fruta, café, pastel y manzanas. Me lo comí todo. Quizá fuera yo un soñador, pero en todo caso un soñador con apetito. La abuela recogió la mesa, y la habitación quedó limpia y ordenada. Había unas flores languidecientes sobre el alféizar de la ventana. Las únicas cosas vivas que amaba la abuela eran su hijo, su nieto, su perra Mimi y las flores. Mimi también había entrado, y nada más acurrucarse sobre el sofá se quedó dormida. Era una terrible dormilona, pero una perra maravillosa: sensata, cariñosa, pequeña y muy bonita. Era una pug de pelo color claro. No había engordado con la edad ni se le habían reblandecido las carnes; se conservaba muy bien. Vivió los quince años de su vida con nosotros, desde su nacimiento hasta su muerte, y como es natural, nos quería mucho a todos, especialmente a la abuela, tan dura e inconmovible. En otra ocasión relataré la historia de la furtiva y silenciosa amistad entre ambas. Es una bonita historia, tierna y conmovedora.

 

El hecho es que allí estábamos los tres: la abuela, Mimi y yo. Mimi dormía; la abuela, de buen humor, estaba sentada en una esquina, vestida con el traje de seda del Sabbat, y yo tenía que hacer mis deberes. Era un día difícil para mí. Ya había tenido seis clases en la escuela, y ahora esperaba al profesor de música, el señor Sorokin, y también al señor L., el profesor de hebreo, para recuperar una clase que no habíamos dado. Quizá viniera también Peysson, el profesor de francés, y tenía que preparar una lección para él. No habría problemas con L., éramos buenos amigos, ¡pero la música y las escalas eran una verdadera tortura!

 

Desplegué los cuadernos y empecé con mis lecciones. La abuela no me interrumpió, ¡Dios la librara! Su rostro estaba tenso y expectante por el respeto que le inspiraba mi trabajo. Fijaba en mí sus redondos ojos amarillos y brillantes; cada vez que volvía una página seguían el movimiento de mi mano. Cualquier otro se hubiera sentido incómodo bajo esta mirada fija y vigilante, pero yo ya estaba acostumbrado. Más tarde me escucharía mientras yo recitaba mis lecciones. Sólo se sentía a gusto hablando en yiddish; se desenvolvía muy mal con el ruso —lo chapurreaba a su manera, utilizando muchas palabras del polaco y del yiddish. Naturalmente, no sabía leer ni escribir en ruso, y cuando caía entre sus manos un libro en este idioma, lo sostenía al revés. Sin embargo, ello no le impedía repasar conmigo las lecciones desde el principio hasta el final. No comprendía nada en absoluto, pero escuchaba con atención, y la música de las palabras le era dulce al oído. Sentía un profundo respeto por el saber, tenía mucha fe en mí y quería verme convertido en un hombre rico.

 

Cuando hube terminado con las lecciones, me dediqué a la lectura. Estaba leyendo por entonces «Primer amor», de Turguénev. Todo en el libro me encantaba —las vívidas palabras, descripciones y conversaciones— pero esa tarde me entusiasmó especialmente la escena en que el padre de Vladimir golpea a Zinaida en la mejilla con su fusta. Pude oír el restallido del látigo y sentir el momentáneo ardor, agudo y doloroso, producido por la flexible correhuela. Esto me turbó inexplicablemente, y tuve que dejar el libro y empezar a pasearme de un extremo de la habitación al otro. Pero la abuela seguía sentada sin mover un solo músculo, y hasta el aire caliente y sofocante se había paralizado, como si supiera que yo estaba ocupado y nada debía interrumpirme. Cada vez hacía más calor en el cuarto. Mimi empezó a roncar suavemente. Todo estaba en silencio, un silencio fantasmal; no se oía un solo ruido del exterior. En aquel momento todo me pareció sobrenatural, y hubiera querido huir, pero también quedarme allí para siempre. La habitación en penumbra, los amarillos ojos de la abuela, su diminuta figura envuelta en una toquilla, silenciosa y encorvada en el rincón, el calor, la puerta cerrada, el restallido del látigo, su sonoro silbido —sólo ahora me percato de cuán fantástico era todo esto, y de cuánto me afectó entonces.

 

El sonido del timbre de la puerta me arrancó de aquel desasosiego. Era el señor Sorokin. En ese momento le detesté. Odiaba sus endemoniadas escalas, toda aquella música chirriante, fútil y sin sentido. Debo decir que Sorokin era una magnífica persona. Tenía el pelo cortado al rape, grandes y hermosas manos, y unos espléndidos labios carnosos. Ese día, bajo la mirada de la abuela, tenía que enseñarme durante una hora entera —o más— y mostrar que se merecía lo que le pagaban. Sus esfuerzos no fueron recompensados. Los ojos de la anciana seguían fría y atentamente cada uno de sus movimientos, y lo contemplaban con altiva indiferencia. La abuela no tenía tiempo para ocuparse de los extraños. Lo único que esperaba de ellos era que cumplieran sus obligaciones para con nosotros, y nada más.

 

Empezamos la lección. Yo no tenía miedo de la abuela, pero tuve que soportar durante toda una hora las consecuencias de la inusitada devoción al deber de que hacía gala el pobre Sorokin. Se sentía completamente fuera de lugar en aquella remota habitación, en presencia de la perra que dormía apaciblemente y de la anciana sentada en una esquina en actitud glacial. Por fin se despidió. La abuela extendió con frialdad su gran mano arrugada y curtida, pero no hizo con ella el menor movimiento. Al irse, Sorokin se llevó por delante una silla.

 

Tuve que sufrir, asimismo, la hora siguiente —una lección de hebreo con el señor L.—, pero llegó también el momento en que la puerta se cerró detrás de él. Ya había anochecido. Distantes motas de oro iluminaban el cielo. La luz de la luna inundaba la profunda galería del patio. En el apartamento vecino, una voz de mujer empezó a cantar: «¿Por qué te quiero tan apasionadamente?». El resto de la familia se había ido al teatro. Yo me sentía deprimido y cansado. Había leído y trabajado mucho. La sirvienta entró trayendo el samovar. La abuela encendió una lámpara. Esto suavizó inmediatamente la habitación; los muebles, oscuros y macizos, se bañaron en una plácida luz. Mimi se despertó, dio un paseo por los cuartos vecinos y volvió a nuestro lado para esperar la cena. La abuela era una entusiasta del té. Había guardado para mí un trozo de pan de jengibre. Los dos bebimos en grandes cantidades. Las arrugas que surcaban profundamente su rostro se cubrieron de un brillante sudor. «¿Quieres irte a la cama?», me preguntó. «No», dije yo. Empezamos a hablar, y una vez más escuché las historias de la abuela. Hacía mucho, mucho tiempo, había un judío que tenía una posada. Era pobre, estaba casado y debía mantener a su numerosa familia. Vendía vodka sin licencia y un día vino a verle un inspector del gobierno, que empezó a crearle dificultades. El judío acudió a un rabino y le dijo: «Rabí, un inspector del gobierno me está dejando sin sueño. Pídele a Dios que me ayude». «Vete en paz», le dijo el rabino. «El inspector del gobierno no volverá a rechistar». El judío se fue a su casa. Encontró, al inspector en el umbral de su posada. Yacía allí, muerto, con el vientre hinchado y de color púrpura.

 

La abuela se quedó en silencio. Murmuraba el samovar, y la vecina seguía cantando. Todo estaba cubierto por la enceguecedora luz de la luna. Mimi agitaba el rabo —empezaba a sentir hambre.

 

«Antiguamente, la gente tenía fe», dijo la abuela. «La vida era más sencilla. Cuando yo era pequeña, los polacos se rebelaron. Nosotros vivíamos junto a la finca de un conde polaco. El propio Zar acostumbraba venir a visitarlo. Solían pasarse siete días enteros de parranda. Al caer la noche, yo corría al vestíbulo y miraba a través de las ventanas iluminadas. El conde tenía una hija, que poseía las perlas más bellas del mundo. Luego vino la rebelión. Llegaron unos soldados y arrastraron al viejo conde hasta la plaza. Todos le rodeamos llorando. Los soldados cavaron un pozo en el suelo. Querían vendarle los ojos al viejo, pero él se negó. De pie, delante de ellos, él mismo dio la orden de disparar. Era un hombre corpulento de cabellos grises. Los campesinos le querían. En el momento en que le estaban enterrando, llegó corriendo un mensajero. Traía un perdón del Zar».

 

El samovar se apagaba lentamente. La abuela bebió su último vaso de té, que ya se había enfriado, y chupó un terrón de azúcar en su boca desdentada. «Tu abuelo», dijo, «contaba muy bien las historias. No creía en nada, pero tenía confianza en la gente. Dio a sus amigos todo su dinero, pero cuando tuvo que recurrir a ellos le arrojaron por las escaleras, y a raíz de eso no quedó muy bien de la cabeza». Y procedió a hablarme del abuelo. Era un hombre grueso, con una lengua mordaz, apasionado y arrogante. Tocaba el violín, por la noche escribía ensayos, y sabía todos los idiomas. Le dominaba una sed insaciable de vida y de conocimientos. La hija de un general se había enamorado del hijo mayor de los abuelos, y esto había sido la ruina del muchacho. Se convirtió en un vagabundo y un jugador, y murió en el Canadá a los treinta y siete años. Todo lo que le quedaba a la abuela éramos mi padre y yo. El resto había desaparecido. Para ella el día se iba oscureciendo en noche y la muerte se acercaba lentamente. Guardó de nuevo silencio, bajó la cabeza y empezó a llorar. «¡Estudia!», dijo, de pronto, con gran vehemencia. «Estudia, y lo conseguirás todo —¡fama y dinero! Debes saberlo todo. El mundo entero caerá a tus pies y se arrastrará ante ti. Han de envidiarte todos. No confíes en la gente. No tengas amigos. No les prestes dinero. ¡No les entregues tu corazón!».

 

No dijo nada más. La habitación quedó en silencio. Mi abuela pensaba en los años pasados y en todas sus desventuras. Pensaba en mi futuro, y sus enérgicos mandamientos abrumaron pesadamente —y para siempre— mis débiles e inexpertas espaldas. En el oscuro rincón, la estufa de hierro fulguraba al rojo vivo y despedía un terrible calor. Yo estaba ardiendo y sofocado, y hubiera querido salir al aire fresco, escapar, pero no tenía siquiera fuerzas para levantar la cabeza. De la cocina llegó un estruendo de vajilla rota. La abuela se dirigió allí. Era la hora de la cena. Casi enseguida oí su voz áspera e indignada. Estaba gritándole a la sirvienta. Yo me sentí incómodo y disgustado. ¡Había estado, hasta hacía un momento, tan llena de paz, de tristeza! La sirvienta le contestó algo. «¡Fuera, pazpuerca!», oí gritar a la abuela con furia incontrolada en una voz insoportablemente aguda y penetrante. «¡Yo soy la que da órdenes aquí! Estás rompiendo mis cosas. ¡Fuera!». No soportaba el ronco sonido metálico de su voz. La veía a través de la puerta entornada. Su cara estaba tensa, el labio inferior le temblaba de rabia, tenía la garganta hinchada. La sirvienta intentaba decir algo. «¡Vete!», dijo la abuela. Ahora todo estaba callado. La sirvienta, encogida y de puntillas, como si temiera romper el silencio, se escabulló de la cocina. Cenamos sin decir una palabra. Comimos bien y abundantemente, y sin apresurarnos. Los translúcidos ojos de la abuela estaban inmóviles, y yo no sabía lo que contemplaban.

 

 

 

en Debes saberlo todo: Relatos 1915-1937, 1976