Cine mudo, Beatriz Guido
Vivíamos en el ala izquierda de la casa. Nuestras ventanas enfrentaban las de nuestros padres. A altas horas de la noche, las ventanas de enfrente se convertían en un escenario iluminado.
En el verano perdían su importancia. Las ventanas permanecían abiertas y el cuarto a oscuras. Sólo sus voces y algunas palabras en francés —para que no entendiéramos —nos enteraban de la presencia de nuestros padres.
Entre nuestra ventana y el escenario había un patio estrecho con una escalinata que descendía hasta el jardín. En las noches de invierno me deslizaba de la cama y, arrastrando una manta de lana para cubrirme las piernas, acomodaba un pupitre para sentarme; después seguía atentamente todo lo que sucedía en la ventana de enfrente. Olvidaba que los actores eran mis padres: una leve cortina de tul daba al conjunto una realidad mágica. Me parecían personajes de fotografías de la “Petite Illustration”. Mi madre destrenzaba su cabello ante el espejo y su bata ligera volaba por el aire cuando recorría el cuarto. Mi padre la seguía gesticulando mientras se quitaba el saco. Ella le alcanzaba entonces una copa alta con un líquido rosado. Mi madre parecía feliz, cantando y riendo a su lado, A veces, después de este diálogo mudo, él comenzaba a peinarla. De pronto arrojaba el peine y escondía su cabeza entre las maños. Ella se acercaba entonces y lo arrastraba fuera de la escena. Después se apagaba la luz.
Una tarde me llevaron al cine. De pronto, inconsciente, al ver en la pantalla a un hombre de enormes bigotes correr detrás de una mujer en camisa, dije:
—El cuarto de ellos...
No sé si me oyeron.
Al llegar el verano dejaron de actuar los personajes detrás de los vidrios. Las sombras me devolvían solamente sus voces. Pero yo esperaba tranquila las escenas mudas del invierno.
—Los niños no deben escuchar lo que hablan los mayores...
Y nos contaban esa historia del niño que, por espiar a sus padres, cayó en un pozo donde había una cueva de ratones monstruosos. Yo pensaba que no había ningún pozo debajo de mí ventana y me sentía segura.
Después del verano volvió a fascinarme lo que sucedía en el cuarto de mis padres. Dormía sobresaltada, temiendo no despertar a tiempo cuando ellos aparecieran, temiendo perder parte de la obra; su primer acto, quizá. A veces esperaba largas horas detrás de los vidrios, mientras todo permanecía en la sombra y, como en el cine, llevaba a mi improvisada platea maíz tostado, maníes calientes o un largo bastón de caramelo.
Una noche esperé más de lo habitual. Tenía mucho frío y el sueño era más fuerte que la esperanza de cualquier espectáculo. De pronto se encendieron todas las luces del cuarto de enfrente y apareció mi madre en escena. Esa noche regresaban del teatro. Comenzó a quitarse las alhajas ante el espejo. Mi padre apareció después gesticulando con su bastón y tratando de amenazar a mi madre. Ella reía todo el tiempo, entrando y saliendo de la escena. Cuando regresó con esa bata que le prestaba dos alas, él la tomó en sus brazos y la arrojó violentamente fuera del escenario.
Todo estaba silencioso, mudo. Mi madre se acercó a él y comprendí que se había arrodillado, pues sólo veía su cabeza y los brazos que rodeaban el cuerpo de mi padre. Desprendiéndose de ella, mi padre salió de escena y regresó con un revólver en la mano. Subí al pupitre y desesperada, como si pudieran escucharme, grité:
— No, no, a mi madre no...
Él volvió su rostro hacia mí, levantó el revólver hasta su sien izquierda y después de un sonido lejano, sordo, seco, cayó sobre la alfombra. Mi madre desapareció con él.
Me desmayé. Cuando abrí los ojos había transcurrido mucho tiempo. Nunca pregunté por mi padre. Me vistieron de lila, y un día mi madre se creyó obligada a decirme:
—Tu padre no volverá por algún tiempo... quizá...
Indalecio Funes me regaló un medallón para guardar su fotografía. No sé si lo ocurrido lo vi en la pantalla del cine “Empire”, con Lillian Gish y Robert Harrow. O en el teatro, cuando me llevaron a ver a María Melato. O si se trataba simplemente de fotografías de la “Petite Illustration”.
Sin embargo, desde entonces no he vuelto nunca a mirar un cuarto iluminado a través de una ventana.
en La mano en la trampa, 1961