Quemar las naves, Arthur Koestler



Siempre quise escribir una continuación de la fábula de La Fontaine sobre el zorro y las uvas: los amigos siempre se burlan del pobre zorro, a causa de las uvas verdes, hasta crearle un complejo de inferioridad. Noche tras noche, mientras los demás componentes de la manada se entretienen en robar hermosas gallinas gordas, el zorro se dedica a tomar lecciones de escalada. Después de varias semanas de esfuerzos consigue finalmente alcanzar las uvas, pero entonces descubre que estaban realmente verdes, como había afirmado desde el primer momento. ¿Quién le creerá ahora? Ni siquiera él se cree a sí mismo. Las uvas se convierten en su obsesión. Tiene que trepar para alcanzarlas, jadeante y sudoroso, y comer la horrible fruta simplemente para demostrarse a sí mismo que está verde. Cada vez se vuelve más y más delgado con esta dieta y después de una crisis nerviosa, se muere de úlcera gástrica.

 

Esta parábola pretende ilustrar la tragedia de los esnobs inteligentes y arribistas. El esnob sofisticado, al estilo de Proust o de Evelyn Waugh, sabe muy bien que las duquesas están verdes y son aburridas, y, sin embargo, tiene que alimentarse de duquesas para demostrarse a sí mismo que están a su alcance. Lo mismo puede decirse de los comerciantes prósperos, de las estrellas cinematográficas y de los miembros de las profesiones liberales. Después de sus primeros éxitos en el arte de trepar descubren que la fruta codiciada no es justamente lo que se imaginaban. Sin embargo, ya se encuentran bajo el hechizo, obligados a seguir jadeando y esforzándose y tragando la ácida fruta del éxito hasta el último momento.

 

Después de mi retorno del Ártico me sentí de pronto libre de esta obligación. Y en cuanto me sentí libre, el impulso de quemar las naves volvió a apoderarse de mí. Había abandonado los estudios y huido de mi casa justamente cuando iba a licenciarme. Ahora tomaba la decisión que tarde o temprano significaría la pérdida de mi empleo y me convertiría nuevamente en un fugitivo y un vagabundo. Era la repetición del mismo esquema, que había aparecido por primera vez cuando tenía cinco años y soñaba despierto con huir de mi casa y comprarme una pala. Aparecería varias veces más en el futuro. Cada uno de estos incendios de mis naves impulsaba mi vida en una nueva dirección y he terminado por considerarlos como una parte ineludible de mi destino. Estas consideraciones psicológicas no tienen mayor relación con la validez o falta de validez de mi evolución política, tal como la he esbozado antes. El hecho de que una cantidad de desequilibrados psicológicos se conviertan al marxismo ni prueba ni refuta la teoría marxista. Pero también es verdad que no es ni el marxismo ni ningún otro ismo lo que convierte a esos individuos en rebeldes. Es una disposición inherente de su carácter, que los hace susceptibles a las teorías revolucionarías. La teoría, en ese momento de la conversión, les sirve de racionalización de sus conflictos; pero a pesar de todo, la racionalización puede ser correcta. Insisto una vez más en este punto, a causa de la tendencia que prevalece en nuestra época, la tendencia de confundir el plano político y el psicológico de la discusión. Cada uno de los planos influye sobre el otro, pero la limpieza lógica exige que se los analice por separado, dentro de sus propios términos de referencia.

 

Después de convencerme que el comunismo era la única solución posible para Europa -como un mal menor comparado con el fascismo, y al mismo tiempo un camino hacia la utopía-, pude seguir siendo un discreto simpatizante del partido, o aun votar por él en las elecciones, sin ir más allá. Fue en el hecho de afiliarme como miembro activo del partido y de su servicio de espionaje donde se manifestó claramente la tendencia psicológica de quemar las naves en el momento decisivo.

 

 

 

Memorias, 2011